"SER MÁS, VALER MÁS PARA SERVIR MEJOR."

miércoles, 25 de mayo de 2011

Examen de Conciencia escrito por San Antonio de Padua

Este escrito que les comparto, a diferencia de otros, es más bien una reflexión en prosa, sin embargo creo que ataca la base de nuestro pecado y deja al descubierto lo que en menor o mayor grado todos tenemos en nuestro corazón. Sólo la gracia de Dios es capaz de sacarnos de este estado, la buena noticia es que JESÚS YA PAGÓ el precio de nuestro pecado, lo que por un lado nos debe llenar de alegría y por el otro de temor de ofenderle, porque después de que todo un Dios a derramado hasta su última gota de sangre por cada uno de nosotros de manera personal, lo mínimo que podemos hacer entre agradecidos y absortos es entregarle nuestra vida por completo e implorarle Su gracia para no volver a pecar.

Fabio Garcia


«CONFESION QUE CONDUCE AL HOMBRE INTERIOR A LA HUMILDAD

Volviendo la mirada atentamente sobre mí mismo, y observando el curso de mi
estado interior, he comprobado por experiencia que no amo a Dios, que no amo a mis
semejantes, que no tengo fe, y que estoy lleno de orgullo y de sensualidad. Todo esto lo
descubro realmente en mí como resultado del examen minucioso de mis sentimientos y
de mi conducta, de este modo:

»1. No amo a Dios. —Puesto que si amase a Dios, estaría continuamente pensando
en Él con profundo gozo. Cada pensamiento de Dios me daría alegría y deleite. Por el
contrario, pienso mucho más a menudo, y con mucho más anhelo, en las cosas
terrenales, y el pensar en Dios me resulta fatigoso y árido. Si amase a Dios, hablar con
Él en la oración sería entonces mi alimento y mi deleite, y me llevaría a una
ininterrumpida comunión con Él. Pero, por el contrario, no sólo no encuentro deleite en
la oración, sino que incluso representa un esfuerzo para mí. Lucho con desgana, me
debilita la pereza, y estoy siempre dispuesto a ocuparme con afán en cualquier fruslería,
con tal de que acorte la oración y me aparte de ella. El tiempo se me va sin advertirlo en
ocupaciones vanas, pero cuando estoy ocupado con Dios, cuando me pongo en Su
presencia, cada hora me parece un año. Quien ama a otra persona, piensa en ella todo el
día sin cesar, se la representa en la imaginación, se preocupa por ella, y en cualquier
circunstancia no se le va nunca del pensamiento. Pero yo, a lo largo del día apenas si
reservo una hora para sumirme en meditación sobre Dios, para inflamar mi corazón con
amor por Él, mientras que entrego con ansia veintitrés horas como fervorosas ofrendas a
los ídolos de mis pasiones. Soy pronto a la charla sobre asuntos frívolos y cosas que
desagradan al espíritu; eso me da placer. Pero cuando se trata de la consideración de
Dios, todo es aridez, fastidio e indolencia. Aun cuando sea llevado sin querer por otros
hacia una conversación espiritual, rápidamente intento cambiar el tema por otro que dé
satisfacción a mis deseos. Tengo una curiosidad incansable por las novedades, sean
acontecimientos ciudadanos o asuntos políticos. Busco con ahínco la satisfacción de mi
amor por el conocimiento en la ciencia y en el arte, y en la manera de obtener cosas que
quiero poseer. Pero el estudio de la Ley de Dios, el conocimiento de Dios y de la
religión, no me causan efecto, y no sacian ningún apetito de mi alma. Veo estas cosas no
sólo como una ocupación no esencial para un cristiano, sino ocasionalmente como una
especie de cuestión secundaria en que ocupar quizá el ocio, a ratos perdidos. Para
resumir: Si el amor a Dios se reconoce por la observancia de sus mandamientos (Si me
amáis, guardaréis mis mandamientos, dice Nuestro Señor Jesucristo), y yo no sólo no
los guardo sino que incluso lo procuro poco, se concluye verdaderamente que no amo a
Dios, Esto es lo que Basilio el Grande dice: “La prueba de que un hombre no ama a
Dios y a Su Cristo está en el hecho de que no guarda Sus mandamientos.”

»2. No amo tampoco a mi prójimo. —Puesto que no sólo soy incapaz de decidirme a
entregar mi vida por él (conforme a lo que dice el Evangelio), sino que ni siquiera
sacrifico mi felicidad, mi bienestar y mi paz por el bien de mis semejantes. Si lo amase
tanto como a mí mismo, como manda el Evangelio, sus infortunios me afligirían a mí
también, e igualmente me deleitaría con su felicidad. Pero, por el contrario, presto oídos
a extrañas e infortunadas historias sobre mi prójimo, y no siento pena; me quedo
imperturbable o, lo que es peor, encuentro en ello un cierto placer. No sólo no cubro con
amor la mala conducta de mi hermano, sino que la proclamo abiertamente con censura.
Su bienestar, su honor y su felicidad no me causan placer como si fueran míos y, al
igual que si se tratase de algo absolutamente ajeno a mí, no me proporcionan ningún
sentimiento de dicha. Lo que es más, ellos despiertan en mí, de forma sutil, sentimientos
de envidia o de menosprecio.

San Antonio de Padua

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