“Le diré que no merezco llamarme hijo suyo que me
trate como uno de sus sirvientes. En cuánto el Padre lo vio, corrió a su
encuentro lo llenó de besos…”
Empezar a recordar con agrado aquellos momentos que
nos llenan de sorpresa es realmente una buena terapia para caminar seguro de saberse
amado y pasar la vida amando. De entre
las anécdotas más extrañas, de las que guardo sonrisas y un gran suspiro, es cuándo
me di cuenta que tengo un Padre que busca decirme de mil y un maneras que su amor es infinito y que me arriesgue yo
también a amarlo sin medida.
Y se los voy a contar. Esto sucedió en una clase de
catequesis con niños que se preparaban para hacer la primera comunión, no me
encontraba del todo predispuesta para asistir, solo recuerdo que dije en mi
interior: ¡Hágase tu voluntad porque la mía quiere quedarse en casa Señor!
Y para no ahondar mucho en los detalles, al momento
de hablar de la Reconciliación, narré el pasaje del hijo pródigo, lo hice con
varias voces para que los niños se adecuen a lo que estaba sucediendo: ¡Un hijo
estaba reclamando algo que todavía no le correspondía!. Mientras escuchaba a los niños las moralejas
que nos deja este pasaje maravilloso, pensaba: “Muchas cosas me has perdonado
Señor, has matado el becerro gordo, me has puesto un anillo y sandalias y a
veces me siento tentada a desalentarme por la incapacidad de no amar como tú, hasta
el extremo”.
Definitivamente Dios no tardó en responderme y no
para jalarme las orejas o reclamándome lo lenta en comprender su amor, sino por
el contrario, de una manera inocente y sencilla me hizo descubrir la certeza de
que Él ya no recuerda los pecados, que se borran para siempre en el
confesionario y que cada acto de amor que hagamos repara no solo mis
negligencias, sino que salva almas y alegra mucho el corazón de Jesús.
Y he aquí que
me encontraba con los niños haciendo una “dinámica del perdón” (así la llamamos
con mi hermana de comunidad al preparar los temas), le pedí harina o carbón, me
dio las dos cosas y yo decidí tomar el carbón, mientras recordábamos con los
niños las heridas del pecado nos manchábamos las caras, era un espectáculo,
sólo se nos veían los dientes, uno por ahí dijo con asombro: ¿así está nuestra
alma cuándo pecamos Miss?.
En todo caso, salimos a lavarnos las caras, yo los
limpiaba y cantábamos con voces medio angelicales: “renuévame Señor Jesús ya no quiero ser igual”, y solo los niños que
ya estaban limpios podían limpiar a los
que seguíamos sucios. Luego de lavar la mayoría de las caras y ya cuándo
pensaba lavarme por fin la mía, sucedió que una niña que no recuerdo su nombre me dice:
¿la lavo Miss?. Me toma las manos y me dice con un brillo espectacular en sus
ojos: ¡pero mire Miss ya has lavado tantas caras que ya estás limpia!
Solo esa frase dicha por una niñita y que quizás
para muchos no diga nada bastó para que lágrimas de alegría se confundieran con
el agua.
Cristina Franco Cortázar